En la universidad nos enseñaron que con las fórmulas
matemáticas correctas y los datos necesarios éramos capaces de predecir
el comportamiento de un cultivo específico.
Así, en una determinada latitud, fechas, unos nutrientes conocidos en el
suelo, suficiente agua, más otros datos climáticos como horas de sol,
temperatura y otros, y sin duda información fisiológica de la propia planta de
que se trate, podemos estimar con bastante certeza cuál será el resultado de
casi cualquier vegetal. Diría que es una
de las partes ingenieriles de la agronomía: entender las plantas a través de
los números, o “modelos”.
En la viticultura también se echa mano a los números, y no
pocas veces. Por ejemplo, cada año se
retira del campo una fruta que tiene entre 5 y 10 gramos por kilo de nitrógeno
(el principal nutriente de las plantas).
El viticultor sabe que tarde o temprano debe reponer esa cantidad pues
el suelo tiene una capacidad limitada de hacerlo (también calculable), especialmente en el largo
plazo.
Lo que me llama la atención es que los modelos no aplican en
el vino. Y no es que no me guste la
ingeniería pero, por más que intentemos poner números, tanto en el viñedo como
una vez dentro de la bodega, no hay modelos, que yo sepa, que logren predecir
lo que será un vino. Podemos tener una
buena aproximación, pero nada decidor. Más
aún, en la bodega es frecuente encontrar dos vinos que logran un nivel superior
sólo después de ser mezclados entre sí. Puesto
de otra forma, la mezcla de dos vinos con nota 6 (de 7) puede alcanzar nota 6,5
ó más, mientras, la matemática diría que la mezcla debiera seguir teniendo nota
6.
Bueno, para ser justos, el día que tengamos un modelo matemático
para el vino lo tendremos antes para el ser humano, ¿no?, al final, se trata de
lo impredecible que somos con nuestros sentidos. En buena hora para nosotros los enólogos pues
pasará un buen tiempo hasta que una máquina nos reemplace!
Saludos
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